Ver a los dioses por última vez

La única justificación de que la edición de un clásico sea noticia en un diario es la de su excelencia. Se acaba de publicar la casi totalidad de los poemas, sólo están excluidos los correspondientes a los llamados de la locura, cuando se hizo llamar Scardanelli, de Friedich Hörderlin en una edición bilingüe en la estupenda colección poética de Lumen y en traducción de Eduardo Gil Bera, un escritor navarro que ha incurrido con inusitada lucidez en varios géneros, poesía, novela, ensayo, y traducción. Michel de Montaigne, Giuseppe Ungaretti, Robert Walser, Joseph Roth y Rainer Maria Rilke son algunos de los autores de los que ha hecho versión española con acierto. La edición del libro se completa con un prólogo de Félix de Azua, que ha dedicado algún que otro ensayo al poeta alemán, muy hördeliano él, y que realiza un apasionado y bello homenaje a la poesía en general y a las diferentes versiones que de Hórderlin se ha vertido al español con ciertas comparaciones musicales que no tienen desperdicio aunque dudemos mucho de su pertinencia aunque no en lo que tienen de divertimento.

Cada país tiene un escritor emblemático, salvo Francia que tiene dos. Que si Cervantes en España, que si Victor Hugo en Francia, que si Shakespeare en Inglaterra, que si Dante en Italia, que si Goethe en Alemania, que si Pushkin en Rusia… y fue Borges quien se dio cuenta que estos no representaban los caracteres nacionales sino que muchas veces se les contraponían. La liberalidad goethiana, la ironía cervantina, el liberalismo juguetón, dramático y cosmopolita de Pushkin… son ejemplos que el ojo  de Borges nos enseñó a detectar y a caer en la cuenta de que al fin y al cabo estos mitos pertenecen a la iconografía del nacionalismo del siglo XIX y en ese momento fueron inventados. Pero a estos nombres cabe añadir la añadidura de otros que a codazos quieren derribar del pedestal a los nombrados y gran parte de estos advenedizos son ya invento del siglo XX. A Hugo le sale por ahí Pierre Ronsard e incluso François Villon, en España Góngora y Quevedo miran de reojo al creador del Quijote, los hay que en Inglaterra creen que Milton no deja de ser el gigante y Shakespeare el bardo idolatrado por los románticos, en Italia hubo muchos que conspiraron por desalojar a Dante a favor del Petrarca y en Alemania no hay que olvidar que la idolatría por Hórderlin data de los años veinte y que Hórderlin y la esencia de la poesía, de Heidegger, sea por tanto un ensayo fundacional en esa leyenda. Hay que decir que Goethe resiste pero me atrevo a decir que como mero nombre.

Tamaña reivindicación parece asunto de extraña justicia. Hórderlin fue la víctima notoria de la generación de jóvenes revolucionarios que encarnaron lo mejor de aquellos años en que Alemania podía haber tomado otro rumbo. Fueron los tiempos de Tubinga y por allá estuvieron Friedich Schelling y Georg Wilhelm Friedich Hegel, los tres se llamaban Federico, y al final fue Hörderlin el que se quedó, después de la desafección de Hegel y Schelling, que tenían terror  a los jacobinos, con la terrible pureza del imaginario revolucionario. Y lo pagó con la soledad y la demencia… también con la pureza, que como bien notó Ramón Gaya, es algo que añoran los alemanes, yo diría que todos los pueblos nórdicos y de ahí ciertas oscuras bestialidades que parecen venirles de lo más hondo. Esa pureza, incontestable, como en aquellos años la poseyeron a su manera Emmanuel Swedenborg y William Blake, es lo que ayudó con toda probabilidad que después de la Gran Guerra su figura adquiriera sagrado predominio hasta constituir un símbolo, el símbolo, del Poeta, del pastor de la palabra que es el refugio del Ser. La jerga heideggeriana aliada al anhelo reivindicador de una juventud alemana trasunta de la romántica imaginó una épica arcádica en plena era industrializada donde parecía cumplirse la sentencia de Hördelin de la ausencia de los dioses. Esta frase fue utilizada hasta la extenuación en la época, Ernst Jünger la emplea con profusión, y es curioso constatar de qué modo en la Alemania de aquellos años podían aunarse ese imaginario de pureza con un culto desmesurado a la Técnica y a la Ciencia.

El asunto heidegegriano ha sido transmutado en nuestros días en un Hórderlin en busca de la luz, del hombre a la intemperie en busca de refugio, llámese este Germania, Grecia, el Rin, es decir los diversos hogares que Hörderlin nombró en sus poemas, del bardo esencial que incide y vive en lo atemporal. De ahí que Hörderlin pueda medirse a Dante, Shakespeare o Rimbaud, los poetas cantores del bios, de la sagrada fuente de la vida. Félix de Azúa cree entenderlo así, y lo coloca al lado de esos poetas mayores, en detrimento de García Lorca, Paul Verlaine o Robert Browning, de los que dice son poetas menores. Esa defensa del bios, de la fuerza vital, de la luz, es el modo en que el ímpetu romántico se ha transmutado en nuestros días. Eso está bien porque todo clásico es revisitado por lo menos dos o tres veces en un siglo. Lo curiosos de Azúa es el modo que tiene de resolver las traducciones del poeta alemán al español. De las de Díez del Corral dice que son versiones sinfónicas, de la de Helena Cortés y  Arturo Leyte dice que son mozartianas y de las de Gil Bera, de la que tratamos aquí, música de cámara, olvidándose de Anacleto Ferrer, cuyas traducciones han sido durante años referente esencial, y, lo que es de agradecer porque dejaría entonces de tener esa gracia levemente gamberra por caprichosa, sin explicarnos esas comparaciones musicales.

En este artículo sobre Hörderlin no hay una sola palabra sobre su poesía. Entiendo que no hay nada que añadir sobre El archipiélago,  Pan y vino, A la tierra madre o El viajero,  a no  ser que desde estas líneas propusiera otro modo de tratar al poeta alemán, algo que ni se me pasa por la imaginación. La intención es dar cuenta de una excelente traducción de uno de los grandes poetas de Occidente y, de paso, inducir a su lectura. Con eso bastaría. Al fin y al cabo fue el último en ver a los dioses.

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